martes, 11 de septiembre de 2012

La historia, parte IV: Bienvenida soledad

...Aprovechó el bullicio de la ciudad para gritar con todas sus fuerzas al viento...

Otra noche fallida dentro de su récord de noches fallidas. Y allí estaba ella, sentada en la pequeña barra de ese bar de la zona colonial, toda arreglada, toda perfumada, sola y extenuada.
Lo que prometió ser una noche divina resultó ser otro fiasco de esos que ella sola sabía contar. Ese tipo había sido un cerdo, un cerdo ampuloso, un cerdo de los peores. Hablaron por unos minutos y ya él la estaba invitando a algo más que plática. Y aunque ella no era la más puritana de las dominicanas, estaba literalmente harta de ser el regocijo de desparramos de cualquier fulano. Estaba lista para por lo menos esa noche platicar y platicar sin compromiso alguno. Quizá llevarlo a su pensión y escuchar unos discos. Pero no, su deseo no prevaleció sobre los de su compañero y la velada terminó con más pena que gloria. 
Allí estaba ella, cansada y asqueada de la gente. Le dio a su trago hasta el fondo y se puso de pie con toda la gracia que su vestimenta de mujer refinada le permitió. Caminó hasta su cuarto alumbrada por las farolas seudo-coloniales, entre la gente seudo-alegre y seudo-bohemia que confluía en la zona.
Trató de abrir su puerta; la llave por enésima vez le jugó a las escondidas dentro del bolso. En el pequeño cuarto, el caos y el desorden se entremezclaban formando una masa inmensa de libros, ropa, trastes y suciedad. Ella no estaba de humor para limpiar. 
Puso un disco de Mercedes Sosa y salió a tomar aire en el balcón con copa de vino en mano.
Se sintió abrumada y por primera vez en su vida tuvo ganas de una relación. No era que le hubiera perdido las ganas al deporte del amor informal, mas bien se sentía sola y un rumor dentro de sus entrañas le susurró que era tiempo de pasar más que unas simples noches con otro cuerpo.
¡Bienvenida soledad! -gritó- ¡maldita desgraciada!
La gente alegre de la calle siguió disfrutando y ahogando su desdichado grito.
Se preguntó cuántos gritos de pobres miserables se perderían en ese mismo ruido de la noche y se sintió abrumada por la posibilidad de haber condenado sus días a pura soledad. Porque así como  la energía se transforma, todos esos años de acostones sin afecto vendrían disfrazados de soledad a pasarle factura.
¡Qué maldito destino! ¿Será que su mala suerte nunca acabaría? pero no, ella no creía ni en el destino ni en la mala suerte. Creía en las personas y en las decisiones, creía que su vida no tenía que acabar trágicamente si así lo quería. Tantos años tocados por una felicidad con  actitud de amagar y no dar y ella, por supuesto, ya estaba hastiada.
Aparentemente el vino le dio algo de lucidez y de repente ya no se sintió tan mal. Estaba sola, era cierto, pero no tenía que estarlo por mucho tiempo -eso esperaba-.
El disco se acabó y ella permaneció serena, sentada en la sillita del balcón hasta muy entrada la noche. Reflexionó sobre la vida y se terminó toda la botella de vino.

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