Llegó a la pensión con su vieja maleta, dinero y la llave de su habitación en mano. Nunca había sido de esas chicas que acumulan posesiones. Sus verdaderos tesoros eran sus libros y sus discos, pertenencias que ocupaban casi todo el espacio en la destartalada valija. El espacio restante era compartido por algo de ropa, zapatos, cuadernos y una que otra botella de crema o perfume.
Después de que su padre se marchó sus hábitos cambiaron. Ya no se reunía con sus muy educadas amigas de familias acaudaladas. Los libros y los sueños eran sus únicos compañeros, sin contar a su madre, la cual nunca le prestaba demasiada atención. La partida del esposo la había dejado media loca -como decían los vecinos a sus espaldas-. En sus años había sido una mujer capaz y laboriosa. No había ido a la universidad pero administraba su casa como toda una profesional. Su vida se repartía entre cuidar a su marido y cada detalle del hogar. Esa actitud de mujer abnegada nunca le gustó a nuestra amiga. Consideraba que las mujeres debían ser algo más que simples amas de casa; siempre quiso que su madre fuera más que la sombra silente de su brillante padre y mucho menos quiso para ella el estado mental que le dejó su partida.
Esa falta de supervisión parental le permitió a nuestra chica crecer a su antojo, creando y destruyendo, haciendo y deshaciendo. Salía de casa cuando le daba la gana, se congregaba con personas que su madre habría desaprobado al instante y faltaba con frecuencia a clases. A pesar de ser una estudiante sobresaliente nunca le tomó verdadero cariño a los estudios formales.
A su madre y a ella solo las acompañaba el polvo y sus dos gatos. Cuando los tres murieron y solo quedaba el polvo como compañía, se dispuso a vender todas sus pertenencias y la gran casa de Los Prados. No soportaba las habitaciones innecesariamente vacías y cerradas. Todas las antigüedades, los libros de su padre, las joyas de su madre, los automóviles, todo, se fue vendiendo lentamente.
En el momento que se dio cuenta que estaba sola en esta vida se decidió a abandonar su comodidad y comenzar una nueva vida. No, no se mudó a Paris o a Barcelona. Le perdió el rastro a todo el mundo y se instaló en una pensión de la Zona Colonial, sin familia, ni amigos, ni madre a quien cuidar. Solo sus libros, sus discos y sus cuadernos. Ah, y los hombres, y las mujeres, los que cada semana desfilan por su portal. Ella es una mujer sin ataduras, es un alma libre que ama y desama a voluntad. Los pocos placeres de su vida se resumían a eso: las letras, las colillas, las partituras y el sexo. Toda la diversión del mundo.
Sus vecinos eran todo lo contrario. Gente buena y modesta. Una vecindad solo comparada con los personajes que había conocido en sus aventuras por los barrios colindantes de la ciudad. Una sarta de gentuza bulliciosa y especial, cada uno con su encanto, diseminados entre cada uno de los pisos y las múltiples escaleras de la vecindad.
Su personaje favorito era Samaná, el viejito humilde, lento y cabizbajo que fungía como cuidador. Samaná era singularmente amable y cariñoso. En su juventud había trabajado en un burdel del malecón cuidando a las putas de los bravucones. Recibió un disparo en el pie derecho cuando aporreaba a un sinvergüenza borracho que causaba revuelo en el negocio. La herida que lo ralentizó y lo convirtió en sedentario solo le dejó la gran barriga que ostentaba, junto con su apacible personalidad.
Samaná nunca la juzgaba, mas bien la tenía siempre pendiente. Bastaba solo con llamarlo una vez para que el anciano viniera a su puerta con su bate lleno de clavos, señal de que estaba listo para cualquier movimiento, desde matar a una de las numerosas cucarachas que rondaban la pensión hasta sacar a palos a cualquier rufian.
Luego estaba África, el verdadero estereotipo de doña dominicana. Gorda y sudorosa, se pasaba los días en bata, escuchando bachatas y fumando, sentada en la sala de su casa con las puertas de par en par. Doña África tenía al cuidado a sus tres nietos, niños bellacos que les dejaba su hija todos los días hasta salir del trabajo. Los niños se pasaban las tardes luego de volver de la escuela haciendo las más absurdas fechorias. Saltaban y corrían, descalzos y sin camisa, sacando a todos los vecinos de sus casillas. El único que podía controlarlos era Samaná, quien con una sola mirada los hacía pararse en seco y dejar inmediatamente lo que estaban haciendo.
Como es de naturaleza de todas las doñas dominicanas, África era la principal receptora y emisora de los chismes del barrio. Siempre estaba pendiente de sus vecinos, acechando por su ventana a todas horas, como si su única misión en la vida fuera monitorear los movimientos de la pensión. A pesar de eso, Doña África era una señora amigable, siempre presta para ayudar a cualquier vecino y salir a resolver cualquiera de los problemas que surgieran en la cuadra.
Los otros residentes eran gente tranquila. La población de la pensión estaba compuesta por estudiantes extranjeros que salían muy temprano y regresaban muy tarde, alguna que otra señora evangélica y un par de parejas de artistas de los que hacían artesanías para venderlas en la Arzobispo Meriño y el Mercado Modelo.
La vecindad era un lugar tranquilo. Todas sus paredes descascaradas, de colores que alguna vez fueron vivos, las trinitarias de flores moradas y rojas y la ropa limpia colgada en los cordeles concordaban perfectamente con el espíritu de los que allí vivían. La vecindad era lo bastante barata como para quedarse, lo bastante pintoresca como para enamorarse.
Definitivamente nuestra chica estaba ahí para quedarse por una larga temporada. Este sería su hogar, un lugar que sin duda alguna nunca olvidaría. Este sería solo el comienzo.